quarta-feira, março 07, 2007

Luis Cernuda. La realidad y el deseo (1)


ESTOY CANSADO
Estar cansado tiene plumas,
tiene plumas graciosas como un loro,
plumas que desde luego nunca vuelan,
mas balbucean igual que un loro.

Estoy cansado de las casas,
prontamente en ruinas sin un gesto;
estoy cansado de las cosas,
con un latir de seda vueltas luego de espaldas.

Estoy cansado de estar vivo,
aunque más cansado serÌa el estar muerto;
estoy cansado del estar cansado
entre plumas ligeras sagazmente,
plumas del loro aquel tan familiar o triste,
el loro aquel del siempre estar cansado.


DAYTONA
Hubo un día en el que el día no engañaba,
en que sus manos tristes no sostenían un cuervo
indiferente como los labios de la lluvia,
como el rojizo hastío.

Mas hoy es imposible
buscar la luz entre barcas nocturnas;
alguien cortó la piedra en flor,
sin que pudiera el mundo
incendiar la tristeza.

Sólo un lugar existe, cuyos días
nada saben de aquello,
aunque todo allí sea mortal, el miedo, hasta las plumas;
mas las olas abrazan
a tanta luz aún viva.

A tanta luz desbordando en la arena,
desbordando en las nubes, desbordando el tiempo,
que dormita sin voz entre las ramas,
olvidado fantasma con su collar de frío.

Mirad cómo sonríe hacia el amor Daytona.


TODO ES POR AMOR
Derriban gigantes de los bosques para hacer un durmiente,
derriban los instintos como flores,
deseos como estrellas,
para hacer sólo un hombre con su estigma de hombre.

Que derriben también imperios de una noche,
monarquías de un beso,
no significa nada;
que derriben los ojos, que derriben las manos como estatuas vacías,
acaso dice menos.

Mas este amor cerrado por ver sólo su forma,
su forma entre las brumas escarlata
quiere imponer la vida, como otoño ascendiendo tantas hojas
hacia el último cielo,
donde estrellas
sus labios dan a otras estrellas,
donde mis ojos, estos ojos,
se despiertan en otros.


CARNE DE MAR
Dentro de breves días será otoño en Virginia,
cuando los cazadores, la mirada de lluvia,
vuelven a su tierra nativa, el árbol que no olvida,
corderos de apariencia terrible,
dentro de breves días será otoño en Virginia.

Sí, los cuerpos estrechamente enlazados,
los labios en la llave más íntima,
¿qué dirá él, hecho piel de naufragio
o dolor con la puerta cerrada,
dolor frente a dolor,
sin esperar amor tampoco?

El amor viene y va, mira;
el amor viene y va,
sin dar limosna a nubes mutiladas,
por vestidos harapos de tierra,
y él no sabe, nunca sabrá más nada.

Ahora es inútil pasar la mano sobre otoño.


¿SON TODOS FELICES?
El honor de vivir con honor gloriosamente,
el patriotismo hacia la patria sin nombre,
el sacrificio, el deber de labios amarillos,
no valen un hierro devorando
poco a poco algún cuerpo triste a causa de ellos mismos.

Abajo pues la virtud, el orden, la miseria;
abajo todo, todo, excepto la derrota,
derrota hasta los dientes, hasta ese espacio helado
de una cabeza abierta en dos a través de soledades,
sabiendo nada más que vivir es estar a solas con la muerte.

Ni siquiera esperar ese pájaro con brazos de mujer,
con voz de hombre oscurecida deliciosamente,
porque un pájaro, aunque sea enamorado,
no merece aguardarle, como cualquier monarca
aguarda que las torres maduren hasta frutos podridos.

Gritemos sólo,
gritemos a un ala enteramente,
para hundir tantos cielos,
tocando entonces soledades con mano disecada.

(De Un río, un amor, 1929)




QUÉ RUIDO TAN TRISTE
Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman,
parece como el viento que se mece en otoño
sobre adolescentes mutilados,
mientras las manos llueven,
manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas,
cataratas de manos que fueron un día
flores en el jardín de un diminuto bolsillo.

Las flores son arena y los niños son hojas,
y su leve ruido es amable al oído
cuando ríen, cuando aman, cuando besan,
cuando besan el fondo
de un hombre joven y cansado
porque antaño soñó mucho día y noche.

Mas los niños no saben,
ni tampoco las manos llueven como dicen;
asÌ el hombre, cansado de estar solo con sus sueños,
invoca los bolsillos que abandonan arena,
arena de las flores,
para que un día decoren su semblante de muerto.


SI EL HOMBRE PUDIERA DECIR
Si el hombre pudiera decir lo que ama,
si el hombre pudiera levantar su amor por el cielo
como una nube en la luz;
si como muros que se derrumban,
para saludar la verdad erguida en medio,
pudiera derrumbar su cuerpo, dejando sólo la verdad de su amor,
la verdad de sí mismo,
que no se llama gloria, fortuna o ambición,
sino amor o deseo,
yo sería aquel que imaginaba;
aquel que con su lengua, sus ojos y sus manos
proclama ante los hombres la verdad ignorada,
la verdad de su amor verdadero.

Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,
por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu
como leños perdidos que el mar anega o levanta
libremente, con la libertad del amor,
la única libertad que me exalta,
la única libertad por la que muero.

Tú justificas mi existencia:
si no te conozco, no he vivido;
si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido.


TE QUIERO
Te quiero.

Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena
o iracundo como órgano tempestuoso;

Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;

Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;

Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino;

Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;

Te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.

Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.

(De Los placeres prohibidos, 1931)



CEMENTERIO EN LA CIUDAD
Tras de la reja abierta entre los muros,
la tierra negra sin árboles ni hierba,
con bancos de madera donde allá a la tarde
se sientan silenciosos unos viejos.
En torno están las casas, cerca hay tiendas,
calles por las que juegan niños, y los trenes
pasan al lado de las tumbas. Es un barrio pobre.

Como remiendos de las fachadas grises,
cuelgan en las ventanas trapos húmedos de lluvia.
Borradas están ya las inscripciones
de las losas con muertos de dos siglos,
sin amigos que les olviden, muertos
clandestinos. Mas cuando el sol despierta,
porque el sol brilla algunos días hacia junio,
en lo hondo algo deben sentir los huesos viejos.

Ni un hoja ni un pájaro. La piedra nada más. La tierra.
¿Es el infierno así? Hay dolor sin olvido,
con ruido y miseria, frío largo y sin esperanza.
Aquí no existe el sueño silencioso
de la muerte, que todavía la vida
se agita entre estas tumbas, como una prostituta
prosigue su negocio bajo la noche inmóvil.

Cuando la sombra cae desde el cielo nublado
y el humo de las fábricas se aquieta
en polvo gris, vienen de la taberna voces,
y luego un tren que pasa
agita largos ecos como bronce iracundo.
No es el juicio aún, muertos anónimos.
Sosegaos, dormid; dormid si es que podéis.
Acaso Dios también se olvida de vosotros.


UN ESPAÑOL HABLA DE SU TIERRA
Las playas, parameras
al rubio sol durmiendo,
los oteros, las vegas
en paz, a solas, lejos;

los castillo ermitas,
cortijos y conventos,
la vida con la historia,
tan dulces al recuerdo,

ellos, los vencedores
caínes sempiternos,
de todo me arrancaron.
Me dejan el destierro.

Una mano divina
tu tierra alzó en mi cuerpo
y allí la voz dispuso
que hablase tu silencio.

Contigo solo estaba,
en ti sola creyendo;
pensar tu nombre ahora
envenena mis sueños.

Amargos son los días
de la vida, viviendo
sólo una larga espera
a fuerza de recuerdos.

Un día, tú ya libre
de la mentira de ellos,
me buscarás. Entonces
¿qué ha de decir un muerto?


VIOLETAS
Leves, mojadas, melodiosas,
su oscura luz morada insinuándose
tal perla vegetal tras verdes valvas,
son un grito de marzo, un sortilegio
de alas nacientes por el aire tibio.

Frágiles, fieles, sonríen quedamente
con muda incitación, como sonrisa
que brota desde un fresco labio humano.
Mas su forma graciosa nunca engaña:
nada prometen que después traicionen.

Al marchar victoriosas a la muerte
sostienen un momento, ellas tan frágiles,
el tiempo entre sus pétalos. Así su instante alcanza,
norma para lo efímero que es bello,
a ser vivo embeleso en la memoria.


EL RUISEÑOR SOBRE LA PIEDRA
Lirio sereno en piedra erguido
junto al huerto monástico pareces.
Ruiseñor claro entre los pinos
que un canto silencioso levantara.
O fruto de granada, recio afuera,
mas propicio y jugoso en lo escondido.
Así, Escorial, te mira mi recuerdo.
Si hacia los cielos anchos te alzas duro,
sobre el agua serena del estanque
hecho gracia sonríes. Y las nubes
coronan tus designios inmortales.

Recuerdo bien el sur donde el olivo crece
junto al mar claro y el cortijo blanco,
mas hoy va mi recuerdo más arriba, a la sierra
gris bajo el cielo azul, cubierta de pinares,
y allí encuentra regazo, alma con alma.
Mucho enseña el destierro de nuestra propia tierra.
¿Qué saben de ella quienes la gobiernan?
¿quienes obtienen de ella
fácil vivir con un social renombre?
De ella también somos los hijos
oscuros. Como el mar, no mira
qué aguas son las que van perdidas a sus aguas,
y el cuerpo, que es de tierra, clama por su tierra.

Porque me he perdido
en el tiempo lo mismo que en la vida,
sin cosa propia, fe ni gloria,
entre gentes ajenas
y sobre ajeno suelo
cuyo polvo no es el de mi cuerpo;
no con el pensamiento vuelto a lo pasado,
ni con la fiebre ilusa del futuro,
sino con el sosiego casi triste
de quien mira a lo lejos, de camino,
las tapias que de niño le guardaran
dorarse al sol caÌdo de la tarde,
a ti, Escorial, me vuelvo.

Hay quienes aman los cuerpos
y aquellos que las almas aman.
Hay también los enamorados de las sombras
como poder y gloria. O quienes aman
sólo a sí mismos. Yo también he amado
en otro tiempo alguna de esas cosas,
mas después me sentí a solas con mi tierra,
y la amé, porque algo debe amarse
mientras dura la vida. Pero en la vida todo
huye cuando el amor quiere fijarlo.
Así también mi tierra la he perdido,
y si hoy hablo de ti es buscando recuerdos
en el trágico ocio del poeta.

Tus muros no los veo
con estos ojos míos,
ni mis manos los tocan.
Están aquí, dentro de mí, tan claros,
que con su luz borran la sombra
nórdica donde estoy, y me devuelven
a la sierra granítica en que sueñas
inmóvil, por la verde foscura de los montes
brillando al sol como un acero limpio,
desnudo y puro como carne efímera,
pero tu entraña es dura, hermana de los dioses.

Eres alegre, con gozo mesurado
hecho de impulso y de recogimiento,
que no comprende el hombre si no ha sido
hermano de tus nubes y tus piedras.
Vivo estás como el aire
abierto de montaña,

como el verdor desnudo
de solitarias cimas,
como los hombres vivos
que te hicieron un día,
alzando en ti la imagen
de la alegría humana,
dura porque no pase,
muda porque es un sueño.

Agua esculpida eres,
música helada en piedra.
La roca te levanta
como un ave en los aires;
piedra, columna, ala
erguida al sol, cantando
las palabras de un himno,
el himno de los hombres
que no supieron cosas útiles
y despreciaron cosas prácticas.
¿Qué es lo útil, lo práctico,
sino la vieja añagaza diabólica
de esclavizar al hombre
al infierno en el mundo?

Tú, hermosa imagen nuestra,
eres inútil como el lirio.
Pero ¿cuáles ojos humanos
sabrían prescindir de una flor viva?
Junto a una sola hoja de hierba,
¿qué vale el horrible mundo práctico
y útil, pesadilla del norte,
vómito de la niebla y el fastidio?
Lo hermoso es lo que pasa
negándose a servir. Lo hermoso, lo que amamos,
tú sabes que es un sueño y que por eso
es más hermoso aún para nosotros.
Tú conoces las horas
largas del ocio dulce,
pasadas en vivir de cara al cielo
cantando el mundo bello, obra divina,
con voz que nadie oye
ni busca aplauso humano,
como el ruiseñor canta
en la noche de estío,
porque su sino quiere
que cante, porque su amor le impulsa.
Y en la gloria nocturna
divinamente solo
sube su canto puro a las estrellas.

Así te canto ahora, porque eres
alegre, con trágica alegría
titánica de piedras que enlaza la armonía,
al coro de montañas sujetándola.
Porque eres la vida misma
nuestra, mas no perecedera,
sino eterna, con sus tercos anhelos
conseguidos por siempre y nuevos siempre
bajo una luz sin sombras.
Y si tu imagen tiembla en las aguas tendidas,
es tan sólo una imagen;
y si el tiempo nos lleva, ahogando tanto afán insatisfecho,
es sólo como un sueño;
que ha de vivir tu voluntad de piedra,
ha de vivir, y nosotros contigo.

(De Las nubes, 1937-1940)

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